Hubo un tiempo en que las fronteras de Polonia se extendían desde las costas del mar Báltico hasta las del mar Negro, e incluso llegaron a amenazar al mismísimo Moscú en el siglo XVII. El prodigio comenzó a fraguarse tres siglos antes en Cracovia, su antigua capital, una encrucijada donde las distintas Europas se hibridaban en su mercado, la plaza medieval más extensa del continente. Aquella época ha quedado fosilizada en un subsuelo repleto de criptas y bodegas que ahora sirven de escenario para una agenda cultural radiante, digna heredera de los mejores hijos de la ciudad: desde su antiquísima universidad, Nicolás Copérnico puso a orbitar los planetas alrededor del sol, y desde su obispado, Juan Pablo II comenzó a derrotar al régimen comunista en los años 60. La vieja capital es tan arrebatadora que, incluso en los momentos más despiadados de la Segunda Guerra Mundial, su belleza fue capaz de apelar a la razón, siendo una de las pocas ciudades perdonadas por los bombarderos. No en vano, estamos ante uno de los doce enclaves que la Unesco proclamó Patrimonio de la Humanidad en su primera declaración de 1978; otro fueron las Reales Minas de Sal de Wieliczka, situadas a las afueras de la ciudad. Su casco viejo cristiano o Stare Miasto, el barrio judío de Kazimierz y la fortaleza de Wawel conforman un triángulo virtuoso. Seguir leyendo |