Entrar en una ciudad cruzando un puente levadizo es una promesa de emociones. Es lo que sucede en Kotor, que se penetra en la ciudadela medieval pisando unos tablones aferrados a una cadena que a su vez está conectada con las dos columnas cuadradas que cierran la puerta sur. Nada grandilocuente. El acceso es por un callejón sinuoso que, en sus tiempos, debió dificultar el avance de los invasores. Cualquiera esperaría que, tras él, se abriera una ampulosa plaza y aparecieran avenidas y calles principales. No es así: Kotor es un entramado de estrecheces imposibles, el delirio de un diseñador agorafóbico. |